La política ha
vuelto a reinar por sus fueros. Gracias le sean dadas a quien nos despertó del letargo.
“La política es
nuestro destino” Carl Schmitt
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No hay mal que por
bien no venga. Y en ese, y sólo en ese sentido, rescato el principal valor de
la invasión de la barbarie a manos del
militarismo autocrático y caudillesco venezolano: en la visceral reivindicación
de lo político. Así haya irrumpido por la puerta trasera de los cuarteles. Pues
ese fue el efecto directo de su frustrado golpe de Estado: barrer con la
indiferencia, la apatía, la banalización de la vida pública venezolana y hacer
tabula rasa de la forma más degradada de la política que entonces sufriéramos:
la de la catalepsia de lo político y su rebaja a mera administración de los
ingresos del rentismo petrolero por élites clientelares; la conversión de la
participación ciudadana en ritual electorero y la desvalorización de la
democracia representativa. Vale decir: la delegación del poder de las mayorías a cúpulas
partidistas a cambio de granjerías y subvenciones, institucionalizadas desde el
Estado.
Pues se tiende a
desconocer que la razón última del
golpe de Estado y el dramático giro de la vida política venezolana fue de
naturaleza socio-económica, no política o militar. Si buscamos un hecho
concreto al que culpar por haber propiciado el inicio de los acontecimientos
sociopolíticos que desembocan en el golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 y
abren la historia al trágico proceso que estamos viviendo pronto hará 14 años,
nos vemos obligados a retrotraernos al 27 de febrero de 1983 cuando
al fragor del tristemente célebre Viernes Negro sucumbiera como aventado por
los Dioses una mítica aunque postiza realidad de más de medio siglo de
existencia: el dólar a 4.30. Bastó la súbita desaparición del
poder adquisitivo de los venezolanos mediante la devaluación del
dólar – y el absoluto desconcierto del
gobierno de turno - para que éstos sufrieran la inmediata desafección respecto del régimen instaurado por los firmantes del Pacto de Punto Fijo.
Dicho inversamente: el pacto democrático surgido a la caída del régimen dictatorial de Pérez Jiménez
hizo aguas en cuando sus firmantes se mostraron incapaces de seguir
subvencionando a sus principales beneficiarios. Esa variopinta
representación de nuestra sociedad cuya utopía no tenía nada que ver con los
valores esenciales de la democracia entonces conquistada, como
creyeran los apologetas del sistema: la
justicia, la libertad, la igualdad, sino con la posibilidad inmediata de
disfrutar del
valor adquisitivo del Bolívar, garantizado por un deus ex machina ajeno a
nuestra verdadera capacidad de generar riqueza. Y consumir del elixir del
capitalismo post industrial sin haber aportado con una sola gota de sudor. Dicho
folklóricamente: todos nosotros, los tá barato.
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Revísese la
historia de la Venezuela
democrática y se verá que los conflictos sociales anteriores al viernes negro
no sacuden ni mucho menos resquebrajan la costra de conformismo y satisfacción
que inflamaba de orgullo a los venezolanos de la era democrática. Que hasta se
podían dar el lujo de recibir con los brazos abiertos a los pobres infelices
aventados de sus países por feroces dictaduras militares. Las razones de dichos
conflictos, incluso la existencia de grupos y partidos contestatarios, no
rasguñaban la costra de certidumbre que protegía a los dos partidos garantes del sistema de
dominación política. Los partidos de proveniencia marxista en que se refugiara
la derrotada subversión de los sesenta jamás superaron la barrera del 5% de representación
electoral. ¿Quién le tenía miedo al marxismo o podía imaginarse una volcánica
rebelión del
caudillismo autocrático? ¿Quién se imaginó un golpe de Estado militar o una
revolución castrista en la Venezuela
que la derrotara a palos y votos en los sesenta?
Ya es una historia
vieja, ha pasado demasiada agua bajos los puentes y mencionarlo no rinde muchas
simpatías. Pero ¿podremos olvidar que Petkoff y JV Rangel sufrieran derrota
tras derrota y paliza tras paliza cantando una melodía que en Venezuela nadie
quería escuchar? Pues se trataba del
cansón sonsonete que recurría a mensajes estrictamente políticos, ideológicos,
ya desfasados y casi metafísicos. La revolución no le calentaba los cascos a
nadie extramuros de la UCV, reducto inconmovible de los últimos mohicanos. Sobraban
las escuálidas vanguardias revolucionarias amamantadas por el marxismo ucevista
– aquellas que asaltaban bancos para sobrevivir y hoy en el gobierno se han
enriquecido hasta la náusea - pero faltaban el proletariado y el campesinado
necesarios como
para hacer una revolución verdaderamente socialista. Bastaba con que CAP
aleteara sus promesas sauditas y Caldera o Herrera Campins soltaran sus
greguerías preconciliares para que las masas corrieran a darles sus votos.¿Cuál
era el mensaje? Garantizar el reparto. Asegurar la bonanza. Blindar el tá
barato. Entre tanto, todos se olvidaban de blindar la democracia, nuestro
mejor sistema de vida. Por cierto: con más política. No con su desprecio.
Fue la grave
crisis económica que irrumpiera a fines del
primer gobierno de CAP y al comienzo del de Herrera, magnificada por los
sucesos posteriores hasta alcanzar dimensiones planetarias con el golpe y la
bancarrota financiera de Caldera, la que puso al castro golpismo folklórico a
las puertas del
asalto al Poder. Retroalimentado por los coroneles facciosos y la promesa
electoral de desterrar la política y freir las indolentes cabezas de
ADecos y COPEIanos. Fue contradictoriamente el momento en que la política,
represada entre las cuatro paredes del bunker
de AD y las oficinas de COPEI, rompió todos los diques, la fantasía del inter clasismo y la
solidaridad de clases se hicieran añicos y el enfrentamiento por el Poder de
factores definitivamente enemistados se hiciera carne de nuestra historia. Fue
cuando la política – con sus vicios y sus virtudes – irrumpió en nuestros
hogares y la discusión en torno a proyectos estratégicos, la esencia nacional,
la identidad del venezolano, las constituyentes y toda suerte de reflexiones y
empeños de índole estrictamente política se apoderaron de la fascinación de los
venezolanos. O de su rechazo, que naufragar en la confrontación permanente
provoca stress, fatiga, desesperación e incluso angustia. ¿A quién le
gusta que le suspendan sus certidumbres y lo suman en un mar de contradicciones
y desesperanzas? ¿A quién, que le jalen la alfombra en que reposan todas sus
certezas y lo dejen en la indigencia, en la orfandad, sin saber qué defender ni
cómo?
3
Fue así como tras
los últimos intentos por maquillar al antiguo con una reina de belleza - el
colmo de la banalización de la política - o un prócer de la centro
derecha ilustrada, irrumpió como una tromba entre fumarolas de carne en vara,
cantantes de cervecería, telenovelas y poliédricos amaneceres llaneros una cosa
pegostosa, amorfa, circense, ridícula y fascistoide llamada MVR 200. El último
recurso del stablishment, las cachuchas,
respaldadas por gran parte del empresariado y
las clases medias, bajo el acompañamiento de un pequeño coro
de desarrapados, se hacían del
coroto con un camión de promesas. Todas, reconozcámoslo, de índole y naturaleza
estrictamente política aunque travestida de antipolítica: lucha contra la
corrupción, venganza, fritura de adecopeyanos, Constituyente, reformulación
radical del Estado. Ni una sola promesa de índole económica. Gracias a
unos cañonazos, la política volvía a ocupar nuestros corazones.
Pues no fueron los
venezolanos quienes increpamos a Chávez. Fue Chávez quien increpó a los
venezolanos. No fueron los venezolanos quienes quisieron hacer de la política
el eje de sus preocupaciones. Fue Chávez quien nos la impuso. Exactamente como lo hicieran Hitler y
Mussolini con italianos y alemanes. De un solo golpe situó el problema del
Poder en el centro de sus y nuestros afanes y la
discusión en torno al sentido del Estado y sus instituciones, la educación, la
salud y la cultura en el centro
de nuestros desvelos. Desde Chávez no hemos hecho otra cosa que política.
Olvidándonos expresa y malévolamente de la economía. Vale decir: preocupándonos
por nuestra vida como colectivo, por nuestro
destino como Nación, por nuestro futuro como conglomerado social.
Y olvidándonos de la administración de lo poco que somos.
Así no quisiéramos
confrontarnos, nos han obligado a ello. Es, en cierto sentido, terriblemente
castrador y frustrante que se nos impida volver a nuestro anonimato apolítico,
a ocuparnos exclusivamente de nuestros asuntos, a delegar la administración de
los asuntos públicos en las élites gobernantes. Y a fundirnos en la masa
silenciosa que vive sus vidas del
nacimiento a la muerte, sin mayores cosas que destacar.
Pero así ha sido. Querámoslo
o no, nos hemos visto obligados a hacernos copartícipes de nuestro destino
histórico. Tomar posición, decidir el bando, responder a nuestras grandes
interrogantes con nuestras grandes respuestas. Pero puestos en esta
circunstancia, convertidos en protagonistas de la gran historia, no tenemos
otra alternativa que politizarnos y politizar, apostar a nuestras propias
decisiones y contribuir con nuestro modesto aporte a construir una Patria
llamada Venezuela.
La política, tan
ausente en el pasado de nuestras sobremesas, se ha convertido hoy en la reina
de la casa. Venezuela
dejó de ser el cómodo territorio que gracias a un hecho fortuito podía
mantenernos la ficción de pertenecer, sin el sudor de la frente, al Primer
Mundo. Para problematizársenos
existencialmente. Se ha convertido, muy a nuestro pesar, en nuestro más íntimo
destino. Hoy por hoy nadie se salva de tener que asumir una posición
política. Así sea bajo la forma de esquivarla y hacer como que no queremos enfrentarnos – esencia
última e ineludible de toda política, si lo es de verdad. Vuelve a adquirir
relevancia la extraordinaria definición de lo político, dada por uno de los más
grandes especialistas en derecho público del
último siglo, Carl Schmitt: “Pues bien, la distinción política específica,
aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es
la distinción de amigo y enemigo.”
Hay quienes, por
comodidad intelectual y flojera moral, quisieran rebajarla a escarceo de
náufragos y extraviados. Y nos piden que, para vencer a nuestro mortal enemigo,
hagamos como que está dormido y le arrebatemos, como Pulgarcito, las llaves del reino mientras ronca sus canibalescos
desafueros. Creo, muy por el contrario, que es el momento de politizarnos
sin complejos. Que nuestro desafío consiste en participar de una cruzada
hondamente política, vale decir teológica y moral: reconstruir la democracia
venezolana sobre bases prístinas, transparentes, radicales. Con plena
conciencia de que estamos haciendo política. Es un desafío del todo o nada. Cuya victoria depende de la
verdad, no del
engaño.
La política ha
vuelto a reinar por sus fueros. Gracias le sean dadas a quien nos despertó del letargo